lunes, 3 de agosto de 2015

Hombre ante el espejo

Contempla su rostro ante el espejo. Sonrisa perfecta. Tonalidad de tez ideal. Saca la corbata del cajón y se la anuda. Impecable, hasta el más mínimo detalle escrupulosamente decidido, como siempre.

Hoy es lunes de nuevo. Vuelve a su rutina. Llega a la oficina: 9:00. Entra en su despacho, se sienta en su silla, como un autómata. Su secretaria atiende sus llamadas y le programa las reuniones de la semana, además de hacer los recados y traerle algunos caprichos durante horas de trabajo, tales como algo para picar entre horas o café. Y es que, cabe decir,  que a pesar de que su dieta no era demasiado equilibrada, estaba perfectamente de salud, aunque sabía que su adicción al café, probablemente, tarde o temprano, le ocasionaría problemas de hipertensión. 

El hombre contempla la fotografía que tiene a la derecha de su mesa. Su madre a la que jamás conoció. Aquella es la única imagen de su figura materna, y de sus orígenes. Durante muchos años se preguntó porque su madre decidió abandonarle después de dar a luz, pero un día ese temor desapareció sin previo aviso. Uno podría pensar que la ausencia de su madre soltera y la ausencia de un padre le privó de muchas cosas, pero no fue así. El destino quiso que su familia de acogida priorizara sus intereses y en consecuencia él tuviera una buena vida. Su éxito no fue sino, otro tramo más en su vida. Siempre rodeado de lujos, rodeado de éxitos. Ese era su destino sin duda.

Él siempre se decía a si mismo que su soledad aumentaba su creatividad y jamás dejó formar parte de su vida a ninguna mujer. Eso no quiere decir que fuera un hombre solitario, sino que sus relaciones eran breves, o mejor dicho fugaces.

Sonó el teléfono rompiendo el silencio y la quietud que habitaba en el despacho. Era extraño que hubiera una reunión un lunes tan temprano. Era su secretaria para informarle sobre una reunión de última hora. Entonces su rutina quedó trastocada. 

Decidió deleitarse con las vistas que había desde su ventana para así despejar su mente, pues era una actividad que le relajaba. Miraba a los transeúntes pasear y era sin menor duda una gran metáfora del curso de la vida. El paso del tiempo, las idas y venidas de la vida. Y justo en ese instante en que estaba tan absorto en sus reflexiones su pulso empezó a acelerarse. Su corazón no paraba de palpitar sin mesura y él incluso se ruborizó. Uno podría pensar que sus problemas de salud estaban saliendo a flote a causa del café, pero la realidad es que allí, en mitad de a calle, había una bella mujer paseando, la mujer más bella que había visto jamás. El tiempo se detuvo durante unos instantes. Hasta que ella llegó al final de la calle y con ello desapareció toda esperanza del hombre que la observaba. Pues, ella, sin saberlo, se llevó consigo su nombre y el corazón de aquel hombre.

Pasaron las horas más lentas de su vida. Hasta que su jornada acabó. Se duchó, cenó, se cepilló los dientes. Puso el despertador a la hora de siempre. La misma rutina de siempre, pero aquel hombre que había ante el espejo ya no era el mismo que ayer. 

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